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Sopa.

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Luz Marina Vélez Jiménez

Una sopa real es al cuerpo lo que la paz es al alma

Isabel Allende

 

Las sopas son un alfabeto infinito de sabores líquidos. Preámbulos y totalidades alimenticias; contundentes preparaciones de la cocina primera; proliferación infinita y, a la vez, estructurada de mezclas; simbolismo de alimento sano y nutritivo que sienta bien y entona el estómago; fisiología del gusto y propedéutica de la nutrición. Frías y calientes, dulces y ácidas, livianas y ligadas con verduras, carnes y especias, hacen parte del universo culinario de los hervidos tradicionales y de los manuales de medicina desde los primeros asirios, hebreos, chinos, griegos y romanos.

sopas

Cada sociedad se ha apegado a los sabores y consistencias de sus caldos, consomés, fondos, sopas, pucheros, cocidos, cremas y potajes de acuerdo a los gustos, necesidades y temperamentos de sus integrantes. Recetarios tribales, maternales y aglutinantes que cuchareados o sorbidos aceleran la digestión, estimulan el deseo de la siguiente comida y llevan a lamer el plato si la desdicha lo amerita.

Las sopas, producto del azar y la necesidad, son espectros de la cocina de la escasez; han evolucionado del vocablo suppa, “pedazo de pan empapado en un líquido”, a evaporaciones genéricas, proteicas, híbridas―sopicaldos, soponcios, reposones, sopetones― de diferente contundencia alimenticia y escala de preparación. Constituyen una especie de lenguaje universal de la cocina; sus ingredientes, técnicas, ocasiones de consumo y territorios de origen funcionan como escudos de familia y códigos particulares.

El caldo negro espartano, preparado con sangre de animales, vinagre, sal y hierbas aromáticas, el borsch ruso de cuaresma: una sopa dulce de remolacha, setas, pescado ahumado y acedera; el ramen: la sopa de fideos chinos, adoptada por los japoneses, acompañada con huevos, troncos de bambú joven, rebanadas de cerdo, cebollín, naruto y verduras; el gazpacho andaluz, hecho con pan, aceite de oliva, vinagre, tomates, ajos, almendras, pepino y pimientos; la sopa de Da Vinci: una mezcla de uvas tamizadas con huevos batidos y miel; la olla podrida:un plato de invierno heredero de las ollas burbujeantes del Medioevo, elaborado con garbanzos, huevos, panes, despojos de ave, costillas, orejas y pezuñas de cerdo; el sancocho latinoamericano: revuelto de carnes gordas, deshidratadas y maduradas, cocidas a fuego lento con plátano, yuca, ahuyama, papa, maíz, cebolla, cilantro, ajo y especias; la sopa boba: una mezcla de agua con sobras de las comidas de los conventos; y las sopas de bolsillo: deshidratadas y enlatadas son, entre otras, lógicas de supervivencia, poéticas del gusto, modelos sensoriales y patrimonios culturales que exorcizan la barbarie, simbolizan ausencia de riesgo, hospitalidad y una peculiar sinestesia hogareña que no admite disimulo.

Una sopa cala tan hondo que repite en cada caldero el origen de la vida como un pretexto para la costumbre, una matriz bucal con mueca infantil, un elixir de resurrección.

 

 

 

 

 

 

 

 


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